Cuando los ciudadanos costarricenses decidieron escoger como gobernante a un representante del pensamiento neoliberal, (porque la opción contraria era aún peor por la larga historia de corrupción que arrastraba el partido político que ofrecía un candidato sumamente cuestionado), y cautivados por el populismo de derecha con que se expresaba en todos sus mensajes a los votantes, nunca imaginaron que, detrás de sus cantos de sirena, existía una sumisión casi absoluta a los dictados de la en cierta forma agonizante orientación del capitalismo, en particular a esta corriente de pensamiento.
Han transcurrido más de dos años, entre aciertos y desaciertos, y con la más feroz oposición que se haya conocido en la historia política del país, en parte por las diferencias ideológicas, en parte por el resentimiento que subyace y alimenta los odios, por causa de haber perdido las posibilidades de gobernar a los dos partidos tradicionales, y a los evangelistas delirantes convertidos en partidos políticos.
Lo que encontró el nuevo gobernante al momento de ocupar su puesto fue la enorme y complicada estructura organizativa del Estado, muchas veces ineficiente, ineficaz e improductiva. Estructura monolítica construida a través de decenios por los políticos de turno anteriores, y en cierta forma prisionera de grupos de interés y de presión, que iban desde las corporaciones laborales hasta los grupos económicos.
Se venían venir las intenciones privatizadoras de las organizaciones del Estado, teniendo como bandera de primera línea la venta del Banco de Costa Rica, organización estatal, que topó con una muralla de resistencia bastante fuerte.
Los problemas del funcionamiento de las organizaciones de Estado continuaron como antes, y el tema de las privatizaciones se menguó un poco en el diálogo político. Pero, para entender un poco a lo que nos estamos refiriendo, es importante realizar algunas consideraciones a continuación.
Durante la mayor parte del siglo XX, en América Latina trató de establecerse un Estado paternalista en políticas sociales, intervencionista en políticas económicas y propietario-administrador en materia empresarial. Es discutible cuánto éxito se obtuvo en las primeras dos materias; en la última, en todo caso, la experiencia fue un fracaso.
Las empresas estatales tuvieron –y siguen teniendo– un desempeño deslucido. Con contadas excepciones, resultaron ineficientes, produjeron bienes y servicios de baja calidad y generaron más deudas que ganancias. Llegaron a tener un exceso considerable de personal ya que los gobiernos las usaban para generar y mantener el empleo. Protegidas de la competencia, las empresas del Estado recibían a menudo órdenes de mantener sus precios por debajo del nivel de recuperación de costos, lo que acarreó pérdidas económicas cada vez mayores, que en algunos casos alcanzaron hasta 5% y 6% del PIB.
Esto, a su vez, condujo a rescates de empresas y dificultades fiscales, primero en los presupuestos gubernamentales y después en el sistema bancario. Para cubrir estas pérdidas, los gobiernos se vieron obligados a financiar déficits fiscales cada vez más cuantiosos, a aumentar los impuestos o, más usualmente, a reducir los gastos públicos en otras áreas.
La participación privada era, según la corriente de pensamiento neolberal, la alternativa que inevitablemente se debía probar. América Latina fue pionera en la promoción de la participación privada en proyectos de infraestructura, que representaron alrededor de la mitad de la inversión total en los países en desarrollo entre 1990 y 2003.
Hay que decir, no obstante, que en algunos casos la alternativa privada se aplicó en forma simplista y en circunstancias en las que la competencia no tenía oportunidades de florecer. Además, no se prestó debida atención a la regulación. El exceso de optimismo y la simplificación conceptual también dieron pie a una gran cantidad de disputas ineficientes e incumplimientos de contratos de concesión, situación que se vio exacerbada por la falta de experiencia técnica en el diseño de mecanismos de solución de conflictos en entornos jurídicos, fiscales e institucionales débiles.
A lo largo del siglo XX en América Latina habían emergido una serie de entidades y empresas públicas que tomaron bajo su control las más diversas actividades económicas. Éstas abarcaron áreas relacionadas al despliegue de infraestructura, la producción de bienes en sectores estratégicos y la provisión de servicios públicos. Frecuentemente, la acción empresarial estatal buscaba incentivar la industrialización en economías tradicionalmente ligadas a la producción de materias primas. En términos generales, se señalaba al Estado como portador de un rol preponderante para el desarrollo y se consideraba necesaria su intervención para el impulso del crecimiento económico y la mejora del bienestar social.
Los procesos de reforma estatal latinoamericanos orientados por el neoliberalismo ganaron fuerza durante las décadas de 1980 y 1990, implicando —entre otros aspectos— la reformulación de las funciones del Estado. Esto supuso el debilitamiento del sector de las empresas públicas en la gran mayoría de los países de la región, en el marco del desaliento a la intervención estatal directa en el plano estrictamente económico. Luego, a inicios del siglo XXI, el papel desempeñado por el Estado se ubicó nuevamente en el centro del debate público, en el marco de gobiernos que han sido ocasionalmente bautizados como ‘posneoliberales’ o ‘neodesarrollistas’, entre otras denominaciones.
Entre otros aspectos, estos gobiernos tendieron a impulsar un mayor protagonismo directo y a promover acciones estatales en el ámbito económico, revalorizando también en ese derrotero el rol de las empresas públicas.
El panorama internacional de las empresas públicas siguió una trayectoria similar a lo ocurrido en el caso latinoamericano: el sector tuvo un auge durante la segunda posguerra —abarcando diversos sectores de la actividad económica — y un declive sobre el final del siglo XX — en el marco de masivos procesos de privatización — . Luego, la crisis económica mundial de 2008 y la creciente presencia internacional de compañías estatales — particularmente, de las originarias de China— dieron cuenta de un cambio respecto a la tendencia anterior, reposicionando a las empresas públicas en el debate político y académico.
Desde entonces, se ha revisado el precepto de la superioridad del sector privado respecto al sector público en términos de eficiencia y se ha profundizado en las potencialidades y pertinencia de la acción estatal, como sucede en las discusiones en torno del denominado ‘Estado emprendedor’. Además, se han renovado las controversias sobre las formas de propiedad y control público de entidades empresariales y sobre las modalidades de prestación de servicios básicos.
Los proponentes de la privatización dicen que la mano invisible del mercado es mucho más eficiente en repartir recursos que el Estado. Los presupuestos del Estado son inflados debido a la gran cantidad de personal requerido para administrar los servicios públicos. El grueso de esta argumentación deriva de la escuela ideológica del public choice, entre cuyos autores se cuenta a Anthony Downs, Gordon Tullock y James Buchanan. Los centros de investigación que más fuertemente divulgan esta perspectiva son el Institute of Economic Affairs y el Adam Smith Institute, ambos ubicados en Londres. En los Estados Unidos los economistas Friedrich von Hayek y Milton Friedman, de la facultad de economía de la Universidad de Chicago, también han tenido un papel significativo.
Ellos argumentan que el Estado es ineficiente porque no alcanza a prestar servicios a un costo mínimo. Los administradores públicos enfrentan retos muy distintos a los del sector privado. Los administradores públicos no pueden ser despedidos fácilmente y tampoco gozan de la distribución de ganancias o de utilidades generadas por acciones. Sin estos incentivos, se dice, no son muy exigentes ni con ellos mismos ni con su propio personal. Al estar relativamente aislados de los factores de costo, no se preocupan tanto de si los gastos exceden o no a los ingresos.
La privatización exitosa tiene varias ventajas que quedan fuera de la administración de la empresa o de la provisión de un servicio dado. En primer lugar, promueve la libertad del individuo versus una dependencia estatal. Esto rompe la dependencia del Estado, es decir, el clientelismo y el paternalismo. Y lo curioso es que tanto la derecha como la izquierda celebran la eliminación de esta dependencia estatal. Al achicar el tamaño del Estado benefactor, éste reduce su carga fiscal, la cual puede dirigirse a otros fines sociales.
En contraste con la escuela del public-choice y los argumentos neoclásicos, no existe una escuela propiamente tal que trate de las desventajas de la privatización o el estatismo. Y como fue señalado anteriormente, la inteligencia de la izquierda también reconoce los males que provienen de la estatización.
Sin embargo, hay argumentos para la estatización de ciertos servicios y productos. Hay que reconocer que existen muchos servicios públicos que si no fueran recibidos abiertamente, tal vez el Estado tendría que actuar de manera más drástica y represiva. Por ejemplo, casi todos los servicios del Estado benefactor pueden ser conceptuados desde una perspectiva marxista, en la cual todos los servicios públicos intervienen para minimizar el conflicto entre clases. En términos más simples: las sociedades dependen de algunos servicios públicos como elemento básico del papel del Estado. Esto incluye la protección de los ancianos, las fuerzas armadas y la policía nacional para mantener la paz, instituciones para los enfermos crónicos, entre otros más. El Estado impide que la tiranía de la familia resulte, como cuando interviene en el maltrato a los niños y la violencia doméstica en las parejas.
El Estado también interfiere cuando el mercado no quiere o no puede arriesgar inversiones para el bien común. Basta recordar el fuerte intervencionismo que sucedió en casi toda América Latina entre los años treinta y cincuenta cuando, por primera vez, los Estados establecieron industrias pesadas, líneas aéreas, buques de navegación, carreteras nacionales, y otras obras públicas. Pero lo que es cierto ahora en los años noventa es la impugnación del grado de estatismo. ¿Es necesario seguir con el intervencionismo? ¿Hasta qué punto debería intervenir el Estado? ¿Y en qué sectores y para qué grupos sociales?
Estas son preguntas difíciles de responder porque requieren estudios de caso muy detallados para señalar las ventajas y desventajas tanto de la privatización como de la estatización.
Pues bien, ya se escuchan los primeros ruidos de las próximas decisiones políticas a que se han de enfrentar los ciudadanos, y los partidos políticos empiezan a mover sus fichas en el complicado ajetreo de captar la atención de los ciudadanos. Y el tema de las privatizaciones posiblemente no estará en la discusión y las propuestas de los futuros candidatos. La realidad es otra en Costa Rica. Se exige mayor eficiencia y eficacia a las organizaciones públicas, pero no se cree en el cuento de que la mano invisible del mercado es mejor que la mano visible del Estado.
(*) Alfonso J. Palacios Echeverría