domingo 28, abril 2024
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Confusión recurrente

Desde hace decenios, lo digo sin exagerar, como producto de la ignorancia supina que caracteriza a nuestros políticos criollos, o de una confusión epistemológica en el mejor de los casos, se confunde el concepto de reforma administrativa con el de reforma del Estado, o viceversa. Lo cual no sería importante en un ciudadano común y corriente, como Usted y yo, pues ello no tendría la menor consecuencia, pero es imperdonable en aquellos que, en posiciones políticamente responsables toman decisiones, hacen declaraciones o comprometen recursos del aparato público.

A veces he pensado si esta situación podría ser intencionalmente causada para esconder los verdaderos propósitos políticos que mueven la toma de decisiones en los más altos niveles del poder, o porque no le conceden la importancia debida a lo que ello implica para el funcionamiento del Estado en su totalidad, o de alguna parte de él. Y en consecuencia, para todos y cada uno de los ciudadanos que financiamos las organizaciones que lo componen.

Sea una cosa o la otra, deberíamos ilustrarnos un poco con respecto de este tema, para que nos nos sigan engañando con alambicados y pomposos planes, programas y proyectos que se lanzan periódicamente, a medida que cambian los equipos de gobierno responsables de administrar la cosa pública.

La Reforma del Estado, así, con mayúsculas, se refiere a un proceso de altísima complejidad que busca redefinir el papel del Estado en la sociedad, sus funciones, la forma y manera de organizarse, la de obtener y consumir los recursos necesarios para su funcionamiento, y los objetivos, metas y resultados que se esperarían de ello. Y como puede colegirse de inmediato, implica un proceso de transformación de largo alcance y profundidad, en el cual todas las fuerzas vivas de una nación están obligadas a participar.

Por lo general consideramos al Estado y en especial a las organizaciones que lo conforman como algo continuo, como algo que permanece en el tiempo y supera la existencia misma de sus miembros, pero también como el seno de una relación cambiante del conglomerado social en que se sustenta, en donde coexisten orden y desorden, y distintos grupos de actores y fuerzas que muchas veces pugnan entre sí.  Y esta visión de complejidad nos muestra cómo es un espacio donde coexisten diversos grupos con fines e intereses distintos, un sistema social abierto que interacciona con otros actores en el contexto internacional, y en su interior como una realidad social en la que se presentan relaciones ambiguas y procesos contradictorios que pujan con fuerza hacia el mantenimiento del estado de cosas o que la movilizan hacia el cambio.

Una forma de ver lo que se acaba de mencionar es comparando el tipo de Estado que propulsó la socialdemocracia en la segunda mitad del siglo pasado en nuestro país, y las transformaciones que realizó el neoliberalismo desde finales del mismo siglo hasta ahora.

En el primero se prioriza la participación del Estado en el desarrollo, en el segundo la participación de la iniciativa privada en el mismo.  Ello trae como consecuencia transformaciones importantes en el accionar de las organizaciones del Estado.

Por ello, en el análisis de la eficacia de los programas y políticas públicas en la prestación de los servicios esenciales es fundamental evaluar la condición de los beneficiarios. No como casilleros de un tablero sino en función de la calidad de sus necesidades, de sus carencias, como también de sus potencialidades. Deben considerarse asimismo los impactos de esas actividades sobre el medio social más amplio (Etkin, Jorge. 2000), recordando que los destinatarios de los servicios públicos no son todos iguales, ya que son diferentes sus posibilidades de ejercer sus derechos o disfrutar de esos servicios. Difiere su relación con el aparato estatal.

Causa indignación cuando de manera recurrente se conoce que organizaciones del Estado han acumulado ingentes sumas de dinero de todos los ciudadanos, no dirigiéndolas a financiar las actividades propias de los objetivos para los que fueron creadas, como en el caso del IMAS, en donde acumulan miles de millones de colones y en cambio los programas de comedores escolares deben reducir la calidad, variedad y cantidad de los alimentos que se suministran a los niños de los estratos más pobres de la población; o el caso de la municipalidades, en donde no se ejecutan también miles de millones que deberían utilizarse en la construcción y mantenimiento de los servicios públicos, por ineficiencia e incapacidad, para dar solamente dos ejemplos recientes.

Y todo ello con la complicidad culpable de quienes han sido elegidos por el pueblo para administrar el Estado y de quienes éstos hayan designado para conducir las organizaciones estatales, ya que por lo general median otros intereses, entre los cuales sobresale el que, por ejemplo, no hayan desarrollado todavía los mecanismos corruptos para entregar dichos fondos a sus socios en negocios turbios a costa de la construcción de obra pública.

El concepto de Reforma Administrativa se refiere solamente a la modificación, modernización o actualización de las organizaciones encargadas de algunas de las funciones del Estado, en su campo de especial accionar. No cuestiona el propósito de su existencia, sino la eficacia, la eficiencia y la productividad de su organización, funcionamiento, utilización de sus recursos (humanos, tecnológicos, financieros y administrativos) en la obtención de los objetivos que se le han señalado como propios y razón de su existencia.

Como puede verse de inmediato, el ámbito, extensión y profundidad de ambos procesos de reforma son totalmente distintos. El primero es de amplio espectro, el segundo más concentrado en un sector u organizaciones del Estado, su funcionamiento y la operatividad con que logra sus objetivos.

Con estas consideraciones deberíamos ver, por ejemplo, qué entiende o no el Ministerio de Planificación, cuando nos habla de Reforma del Estado. No será que se está refiriendo a Reforma Administrativa?

(*) Alfonso J. Palacios Echeverría

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