jueves 25, abril 2024
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Héroes sí entierran todos los días.

La peor de las pestes es el olvido. Esta frase de Homero la había copiado ese día en mi cuadernillo que estaba a punto de empacar cuando las notas del concierto de Aranjuez se colaron por la ventana de la habitación y, sin saber cómo, me encontré corriendo por las calles de Cartagena. Tomé la que va de la ciudad antigua al Teatro Heredia, caminé saltando hasta toparme con una casona esquinera de cuyas ventanas salía ese canto de sirenas. En la entrada, en un taburete un hombre añoso aguardaba en la actitud del vigilante en duermevela. Su cara brillaba como un medallón de cobre en el claroscuro de las seis de la tarde. No sé por qué me planté en frente de él como el torero que espera su suerte en la arena de la plaza. Todo a nuestro alrededor parecía dispuesto a presenciar el combate.  El músico se apoyaba en un violencelo que apretaba entre sus piernas.

Para romper el hielo, señalando el instrumento, le pregunté, – ¿un violoncelo?  y él, -nadie acierta, todos me hacen la misma pregunta. Claro que no, no es un violoncelo, es un laúd, y se toca punteando las cuerdas-, y yo, – ¿puteando las cuerdas ?, y él, -sí, pu-te-ando las cuerdas, pero con mucho cariño-  y dejó escapar una risotada. Estaba impaciente por conocer más de aquel estrafalario personaje y saber por qué había llegado yo hasta ahí. Sin preámbulos le conté mi itinerario de turista santandereano en Cartagena.

Para tirarle la lengua, le enumeré lugares trillados que aparecen en las guías como las visitas obligadas. Lo mejor. La vista de Cartagena, le dije, cuando se llega por el mar, de frente, reservada a los afortunados que desde siempre han arribado en barco. Le hice una descripción de la vista desde el cerro de la Popa. Desde allí, cuando el horizonte está despejado, se alcanza a ver las islas del Rosario. Le hablé de la Cartagena de la noche, de las sombras de las calles de la tripita, del callejón de los estribos, de los ecos del palacio de la inquisición, junto a la plaza de Bolívar, de la sensual vista desde el altillo de la casa de Hans Carreño, al lado de la Iglesia de San Pedro. Le ponderé la magia de las carretas tiradas por caballos viejos y cansados que cargan racimos de ojos azules que brillan como piedras preciosas en las noches de julio y agosto.

El hombre sonrió, y, con su voz cansada, inundada de recuerdos dolorosos y de alegrías furtivas, me preguntó burlándose – ¿y recorrió el camino de Ulises? Al escuchar ese nombre, quedé quieto. ¡Primero Aranjuez y ahora Ulises! me dije. Yo había oído hablar del camino del Inca, en Perú; en Galicia del Camino de Santiago de Compostela e incluso en Colombia del camino de Lengerke. Sin embargo, me pareció una pedantería de turista sabelotodo decírselo. Él se refería, me repitió dos veces, a una ruta heroica y milenaria que pasaba por Cartagena. Lo miré con estupefacción.

Sin medios económicos para grandes aventuras, he paliado este obstáculo leyendo los viajes de Ulises, Gulliver, El Quijote, Marco Polo. Y en este panteón de viajeros ilustres, el heroico Ulises ocupaba el altar. Ulises era una palabra que para mí sonaba como un mantra. Así que, con un respeto socarrón, le dije que no había tenido la suerte de recorrer semejantes parajes. «Ulises, combatió durante diez años en la guerra de Troya, eso cualquiera lo sabe, y luego gastó otros diez tratando de volver a Itaca, esto también es conocido, pero muy pocos saben que estuvo en Cartagena», dijo con aire triunfal, como queriendo decir que si era mi gran héroe por qué yo no lo sabía. Me propuso que fuéramos al tiro a la laguna de Chambacú, allí había inscripciones en griego antiguo. Como ya era noche, desconfié y, amedrentado, volví Al Olvido, ese era el nombre del hotel.

Cartagena de Indias, Colombia. Foto Martin Decker

Esa noche soñé que estaba en una playa chipriota. El sonido del oleaje se mezclaba con canciones turcas. Todo era neblina. Turcos y chipriotas bailaban juntos. ¿O acaso se peleaban? No, era un baile. Esto puede pasar. También hay tropas de teatro con actores palestinos e israelíes. E incluso el director de orquesta argentino Daniel Barenboim había fundado la West-Eastern Divan Orchestra con el intelectual palestino Edward Saïd. Yo no lograba leer los epitafios esculpidos en griego sobre las piedras donde se secaban las toallas de los bailarines. Al acercarme a las rocas, las tollas tapaban las escrituras y la música turca se tornaba en Bolero de Ravel. Los epitafios aparecían y se esfumaban y, cuando la música cesaba, solo quedaban grafitis de corazones ensangrentados que se reían de mí a carcajadas. En aquel sueño odié con saña a los enamorados que hacen alarde de amor y dejan sus huellas para vanagloriarse de haber encontrado su media naranja. Al despertar, me dije que el camino de Ulises en Cartagena era una danza entre chipriotas y turcos. Un espectáculo con actores palestinos e israelíes. Un cuento chino. Un espejismo. Una paparruchada.

Regresé a Bogotá. Busqué cuanto texto existe sobre los viajeros que pasaron en épocas remotas por la costa atlántica colombiana. Un documento me intrigó. Una carta fechada el primero de abril de 1801 y escrita en Cartagena por Alexandre de Humboldt a su hermano Guillaume. Sorprendido, el gran explorador alemán, cuenta sobre una curiosa colección de dibujos con anotaciones en griego que vio en casa de Don Domingo Esquiaqui. No dice exactamente lo que ve, pero acto seguido agrega que él sigue tras las huellas de Ulises. Comencé a pensar que la historia o leyenda que contó el músico no sólo venía de lejos, sino que estaba todavía allí en aquella ciudad. También alguien me habló de un poema de Neruda donde se evoca a Ulises en Cartagena. Un amigo francés, gran conocedor de música colombiana me contó que hay una vieja canción de vallenato que también alude al héroe griego en la costa colombiana.

En las vacaciones siguientes volví a Cartagena en busca del violoncelista que tocaba laúd. Nadie me dio razón. Chelistas callejeros nunca había habido por ahí, me decían. Entonces me propuse ir tras él casa por casa. Calle tras calle. Hubo muchas idas y vueltas sin ningún éxito. De nuevo pensé que quizás lo del músico del laúd había sido un embrujo producido por el concierto de Aranjuez o producto de una insolación o un mero sueño. Pero cómo explicarlo, si antes de que desapareciera, yo había hablado con el amigo de Ulises, así me dijo que la gente del lugar lo llamaba, ese tal Don Domingo.

A pesar de que fuera él el que me había llamado aquella tarde con el concierto de Aranjuez y él el que me puso el señuelo de la ruta heroica de Ulises, ahora me había quedado solo en el camino. Decidí quedarme en Cartagena hasta encontrar la respuesta, ahí estaba mi Odisea. Y rodando por la ciudad, me topé con otra Cartagena. Con parajes que no tenían nada que vender y no aparecían en guías turísticas. Estuve en lagunas subterráneas de agua dulce a escasos metros del mar. Nadé entre sirenas y serpientes y cadáveres sin nombre que no tuvieron el tiro de gracia. Pasé noches sin dormir y sin comer como miles de cartageneros lo hacen día a día, noche a noche. Sentí en el cuello los puñales del que tiembla de miedo y de dolor. Fui llevado por ráfagas de viento que traían advertencias a gritos, amenazas solapadas y balas perdidas. Vi atardeceres que incendiaban la arena de la playa como si fuera leña seca y brasas ardientes que carbonizaban pies y manos. Todo aquello fue doloroso y humillaba no solo al lugar, sino a la humanidad entera. También hubo luces en el vía crucis. Tuve la hospitalidad de Nausîcaa, los remedios de Circe y el aliento de Calipso. Conocí la dulce nostalgia de los agradecidos. Buscando a Ulises encontré mí país y supe que había vivido ciego y sin memoria. Ignorando que el lugar que perseguía estaba al alcance de mi mano.

El héroe griego, relata Homero, se da cuenta al regresar a su reino que allí no sólo lo esperaba Penélope y Telémaco, sino que al volver había llegado al final de la aventura del conócete a ti mismo. Esa era la gran lección, el resultado de los veinte años de ausencia y sufrimiento. No importa lo que digan los incrédulos cartageneros a los que les conté mi aventura. Yo sé que Ulises pasó por Cartagena. Qué muchos ex combatientes de heroicas guerras han pasado por allí y otros tantos viven ahí. Yo no sólo desandé el camino de Ulises, sino que pude tocar las pruebas: las cartas de Humboldt en el archivo de Berlín, la colección de dibujos de Don Domingo Esquiaqui y los presentes que le llevó a su amada, Penélope, que coinciden a la perfección con los ajuares taironas descritos y pintados por los primeros conquistadores españoles del siglo XV.

Con Ulises aprendí que hay que saber ponerle fin a sus batallas, que no hay que olvidar el camino de regreso a casa, que es necesario sentarse en la mesa de los abuelos y escucharlos y compartir con los amigos un plato y un buen vino. Ulises llama a este ritual la buena vida. Años más tarde, el 3 de enero de 2018, participando en una conmemoración en Soacha que recordaba que once jóvenes del pueblo fueron asesinados por militares colombianos diez años antes, volví a ver a Don Domingo, el amigo de Ulises el memorioso. Recordé entonces la frase de Homero: El olvido, la peor de las pestes. Don Domingo seguía con su laúd entre las piernas, imperturbable. Sentado en un taburete en la plaza del pueblo, hablaba con la madre de Rodrigo, uno de los jóvenes asesinados. Al vuelo escuché el nombre de Ulises. El me reconoció y en signo de complicidad, con picardía me pico el ojo y con la mano me hizo un gesto amable para que siguiera mi camino y no fuera a interrumpirlo.

(*) “Héroes sí entierran todos los días” es un relato inédito parte del proyecto “Geopoética del Sur”, Enrique Uribe Carreño es escritor y profesor en el Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Estrasburgo.

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3 COMENTARIOS

  1. Don Enrique Uribe, yo también llegué a Cartagena por el mar. Diáfana mañana del mes de abril. Escribí algo sobre esa visita, y su comentario me trajo a la ilusión de participar en ese encuentro de la Cartagena, ebullición de lo percibido con la figura de Simón Bolívar. Ese músico Dell laúd, misterio adosado en el vigor de la Historia, con el Ulises de la Odisea, mentor de viaje hasta esa bella ciudad, marca y emarca la vigencia de la correntada de mirar por debajo de sus pliegues para tener la afinidad de su ventura. Todos, a mi noventa y dos años, casi los noventa y tres, nos tiene ahora en casa, sometidos al miramiento de una pandemia. Cuánto Ulisis transitó por esos filones de las ensenadas impidiendo el viaje hasta Itaca. Su ejemplo, su talante toma dimensión secular en este instante para sobrellevar esta calamidad. Un saludo cordial.

    • Estimado Don Rogelio Ramos es usted un afortunado, le agradezco por su atinado comentario y lo felicito por sus 93 abriles! Un saludo cordial de Estrasburgo.

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