sábado 4, mayo 2024
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La educación ayer y hoy, los libros de siempre.

Nací en un pequeño pueblo cafetalero de la provincia de Alajuela: Naranjo, la falta de empleo era un asunto que verdaderamente golpeaba, a la mayoría de los ciudadanos, no obstante se practicaba una igualdad real. La existencia de un sistema educativo funcional, era una esperanza para las generaciones nuevas, que podían comprar la libertad con un bachillerato, en ciencias y letras, luego ir a San José era empezar una lucha justa. Si perdías esa oportunidad, tu destino era ser peón de los Severs o de los Orlich, dos grandes productores de café, o dependiente de alguno de los tantos negocios de la zona. Las otras opciones eran menos quiméricas: cogedor de café o empleada doméstica. Los que podían irse a la universidad eran relativamente pocos, muchos perdían la batalla antes porque reprobaban una o varias materias, a la tercera vez perdía uno el derecho a presentar exámenes, entonces la condena era no lograr ningún título. Nunca entendí quién fue el bruto que inventó ese sistema (por cierto años después vería en México lo mismo con estudiantes de medicina, algunos después de reprobar tres veces el examen profesional, quedaban condenados a no obtener el título jamás, a pesar de tener los conocimientos necesarios), eran sistemas con un corte totalitarista.

Recuerdo un joven de mi pueblo, hijo de un finquero, acusado de joven por robarse una gallina, nunca pudo entrar a la Universidad de Costa Rica: le negaron ese derecho con la famosa “hoja de delincuencia”, si es cierto que nunca le faltó nada, la frustración fue brutal.

Durante muchos años, quizá toda la niñez y la adolescencia, dudaba mucho de mis maestros y profesores, lo que me acarreó una fama de alumno indisciplinado, posiblemente real, quizá me hacía daño leer en mi casa libros de mi madre y mes hermanos, todos mayores que yo, entonces mucha de la enseñanza recibida, chocaba con lo que iba hilvanando de la verdadera historia: la historia oficial usualmente no concuerda con la historia real.

A propósito, uno de mis primeros trastornos fue escuchar que Juan Rafael Mora era un héroe nacional, de acuerdo, pero a mi me salían otras cuentas: fue un dictador de mano dura, quizá mucho más que su colega, Braulio Carrillo Colina. Fui poco a poco comparando lo que me enseñaban con lo que leía, lo que hacía los primeros años, era consultarle a mi madre, que era maestra, ella trataba de elegir atinadamente la respuesta menos embarazosa para su puesto de educadora, no obstante yo continuaba hostigándola con preguntas, al final ya en el colegio, nunca volví a preguntarle para no comprometerla a tener que luchar contra mi obcecada e inquisitoria mente juvenil.

Sin duda los libros fueron mi mayor felicidad en esta vida, a mis setenta y tantos siguen siéndolo, ahora veía el día del libro, para mí todos los días son el día del libro, no existe día en que no lea varias horas. Me han dado felicidad, pero también me han confrontado brutalmente con mi realidad y la realidad universal, lo cual a veces puede ser muy doloroso.

La educación fue perdiendo terreno con la invasión de la televisión, la cual al contrario de la radio que sí permite hacer otras cosas mientras se escucha, esta es muy absorbente y atrapa nuestros sentidos esenciales de ubicuidad: la vista y el oído. Al paso de los años las computadoras de bolsillo, esos increíbles teléfonos inteligentes, absorben totalmente las mentes de los usuarios(as). Ahora hemos ganado en difusión de tecnología, pero hemos perdido educación intelectual, lo cual tiene sus bemoles.

Se ha perdido el interés en la lectura, mucho más en leer a los filósofos del siglo XVII, XVIII y XIX que forjaron el hoy: Kant, Schopenhauer, Spinoza, Nietzsche, etc

Somos hijos de la tecnocracia del siglo XX, nos desentendimos del ayer y estamos de cabeza en un hoy materialista enfermizo y manipulable.

(*) Dr. Rogelio Arce Barrantes es Médico.

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