jueves 2, mayo 2024
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Una página olorosa a muerte

Cuando, cuatro días después de la batalla de Rivas contra el ejército filibustero, el Dr. Karl Hoffmann preparó la lista de los heridos en nuestras filas —un total de 300, más unos 140 muertos—, quizás no aquilató del todo el imperecedero valor histórico que tendría dicho documento.

De hecho, algunos renombrados historiadores criticaron —pienso que con bastante razón— lo lacónico que fue el informe de guerra enviado desde el frente de batalla por don Juanito Mora —presidente nuestro y comandante del Ejército Expedicionario— a su ministro de Guerra y Hacienda Manuel José Carazo Bonilla, mientras que resaltaron el documento de Hoffmann como el más prolijo de dicho episodio bélico.

He tenido la fortuna de sostener en mis manos los originales de ambos documentos, en el Archivo Nacional, al igual que otros igualmente impactantes, como aquel en el cual don Juanito comunica la muerte, debido al cólera, de su secretario personal Adolphe Marie y del valiente estratega militar Alexander von Bülow, aunque ahora se sabe que este último murió de disentería en Liberia. Lo cierto es que un inevitable escalofrío le recorre a uno el cuerpo, mientras discretamente le tiembla el pulso, de tanta emoción. ¡Documentos añosos, de inmenso valor testimonial, remitidos desde los escenarios de guerra, en medio de tanta tragedia y desolación!

Meticuloso como era él, en el documento suscrito por Hoffmann aparecen citados, uno por uno, los nombres de los 270 heridos que permanecían internados hasta el 15 de abril de 1856 en el llamado hospital de sangre —los otros 30 heridos estaban en varias casas—, que no era más que un improvisado albergue en la llamada casa de Maliaño, ubicada cuadra y media al noroeste de la plaza principal de la ciudad. Como buen alemán, al nombre de cada uno de ellos sumó su grado militar, su vecindario o lugar de origen, el tipo y lugar de la herida, así como la calidad o gravedad de ésta. Por ejemplo, me consta lo útil que fue esa lista al amigo historiador Raúl Arias para escribir sendos y notables libros sobre las acciones médicas en los campos de batalla y acerca de nuestros soldados en la Guerra Patria.

Encabezada por el capitán Juan Zamora, de Heredia, quien tenía una grave herida en el hombro, y culminada por el sargento Ramón Rodríguez, de La Garita, con una leve herida en el pie, esa lista es un crudo inventario de dolor y de sangre.

Cabe indicar que el segundo de la lista era el primer teniente Luis Pacheco Bertora, originario de San José, aunque vivía en Cartago, y que su estado era grave, tras recibir dos balazos en el pecho y uno en el hombro. ¡Y no era para menos! Él fue el primero en ofrecerse para incendiar el mesón en el que se albergaba William Walker con su Estado Mayor y numerosos filibusteros, y el único sobreviviente de tan riesgosa aventura, pues tras él caerían el nicaragüense Joaquín Rosales y el erizo Juan Santamaría, quien sí lograría su cometido.

De impecable caligrafía, se ha insinuado que esa lista fue escrita por nuestra heroína Pancha Carrasco —de quien se dice que fungió como enfermera durante la batalla—, pero hoy sabemos de manera fehaciente que ella no sabía leer ni escribir. Y, observándola con detenimiento, aunque guarde similitud en ciertos trazos, tampoco corresponde a la letra de Hoffmann, quien sí rubricó la lista, en su condición de Cirujano Mayor del ejército.

Mi hipótesis es que, como en esa época pocas personas sabían escribir y leer, lo hizo alguno de sus colaboradores inmediatos, como el ayudante de enfermería Carlos F. Moya, o quizás su paisano y también ayudante Rodolfo Quehl, aunque en un documento suscrito por éste he detectado notorias diferencias en la caligrafía. En fin…, ¡quién sabe!

Escrita en diez folios dobles, de un grueso papel celeste impreso con una especie de sello de agua grande en el centro —sin relación aparente con los emblemas oficiales de nuestro ejército—, esa lista es realmente conmovedora y provoca un profundo sobrecogimiento, pues cada uno de esos nombres de compatriotas o de generosos extranjeros, encarna un drama personal único dentro de lo que fue nuestra máxima gesta libertaria. Pero, si el dolor de esos seres concretos, de carne y hueso —y cada uno con su propia travesía vital recorrida a su manera—, es de por sí impactante, debo confesar que el clímax del estremecimiento me lo causó la página final, un tal folio 11, de tonalidad un poco más oscura, y ajena al cuerpo del documento.

Y no tendría mayor importancia que hubiera una página demás, impar, si no fuera por lo que dice. Se trata de una página sobrante, en la que varias personas, pues en ella se mezclan dos o tres tipos de caligrafías, realmente hermosas (¡vaya uno a saber de quiénes!, aunque ninguna es la de don Juanito), descargaron en sugestivas frases truncas, garabatos o tachones, el júbilo o la pena del momento. ¿Serían escritas en la propia Rivas, o en alguna oficina gubernamental de San José?

Ahí, tras la exaltación inicial “Gloria al Excelentísimo Juan Rafael Mora”, renglones más abajo aparece la frase “Mientras Dios nos favoresca triunfaremos”, y aún más abajo se lee “Juan Rafael Mora. En estos momentos acaba de llegar el parte de que el general”. Frase trunca, sin saberse si desemboca en muerte o victoria. ¿Cuál de nuestros generales sería? Y…, ¿qué le ocurriría?

Más adelante aparecen expresiones sueltas, como “amig”, en clara alusión a la palabra amigos, así como “Hipp”, sin relación alguna con Rivas pero sí con Punta Hipp o La Trinidad, en la confluencia de los ríos Sarapiquí y San Juan, y donde en la segunda etapa de la Campaña Nacional se libraría una terrible y fallida batalla para nuestras tropas, luego de una primera exitosa ahí mismo. Y también, tachado, el apellido “Schlessinger”, correspondiente al prepotente coronel húngaro Louis Schlessinger, quien dirigiera la invasión filibustera a Santa Rosa y de donde saliera vergonzosamente derrotado por nuestras gallardas tropas.

¡Rara mezcla de expresiones y de nombres, en esa curiosa página zonta! Pero me electrizó aún más esta sentencia, que está pocos renglones abajo: “La muerte está pintada en todas”, la cual aparece tachada. Pero, como en una especie de refrendo, alguien más anotó al lado: “La muerte muerte está pintada”, y también la tachó. Interpreto que quisieron decir “La muerte está pintada en todas partes”, quizás cuando ya el cólera —que empezó a causar estragos el 20 de abril— estaba aniquilando a nuestras tropas. Y, después, más expresiones inconexas o inconclusas, como: “Gloria a Costa Rica”, “Gloria al al”, “Pero nuestro triun”.

¿Por qué escribir tantas incoherencias al final de un documento de carácter oficial? ¡Quién sabe! Yo imagino a una o dos personas —quizás en días separados, pero igualmente conmovidas— no para trazar palabras al desgaire, sino para descargar, en esa especie de improvisado ritual catártico frente al papel, todo ese crudo e implacable cúmulo de dolor, para así exorcizarlo.

Y, aunque estilísticamente no se trate de literatura formal, siento que la frase “La muerte está pintada en todas [partes]”, tiene gran fuerza poética. Inevitablemente me llevó por los arcanos de la memoria a evocar aquel Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, lúgubre poema de tarde de toros en el que Federico García Lorca nos dijo con hondura lírica: “Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde. / Una espuerta de cal ya prevenida / a las cinco de la tarde. / Lo demás era muerte y solo muerte / a las cinco de la tarde”.

Sí. Muerte y solo muerte, exactamente. Palabras y frases sueltas, dispersas o erráticas, no para aludir poéticamente a la parca —a esa muerte que de manera ineluctable deberá llegar un día—, sino desesperadas y desgarradoras, ante la descarnada brutalidad de su expresión multitudinaria entre la pólvora, las bayonetas y los sables, en las polvorientas calles de Rivas.

Y que alguien, transido de dolor, vació silencioso en ese trozo de papel, sin jamás imaginar que el profundamente angustioso gemido de su alma malherida tendría tanto eco como para resonar tan lacerantes, aún hoy.

(*) Luko Hilje Q.

(luko@ice.co.cr)

Artículo publicado originalmente en Tribuna Democrática, 16-IV-2008

 

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3 COMENTARIOS

  1. Estas conmovedoras páginas retienen un aliento poético, a pesar de los hechos dolorosos que se comentan (los días inmediatamente posteriores a la Batalla de Rivas, del 11 de abril de 1856), a propósito de unos documentos cuya autoría quien escribe este hermoso artículo no logra establecer. Es una prosa poética que alcanza sus alturas líricas en los conocidos versos del Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, de Federico García Lorca, sentimos el goce estético en esencia a pesar del dolor que esos hechos puedan suscitar en nosotros, a partir de la empatía que sentimos hacia los caídos y los heridos de entonces. Gracias Luko.

  2. Los versos de Federico García Lorca que el autor incorpora al texto como poesía versificada se complementan con la prosa, dándole una gran fuerza lírica.

  3. De Aureo López:TRES ANHELOS FRUSTRADOS Y UN SOLDADO LLAMADO JUAN

    Hasta donde la memoria me acompaña, mi primer anhelo, siendo muy niño, fue ser músico. Y no era una pretensión caprichosa. Se inspiraba en la figura de un muchachito que tocaba los platillos en la banda de la guardia civil, cuando los veía desfilar en Cartago los domingos a paso marcial hacia la misa de tropa. Entonces asumí que no era necesario llegar a ser un señor grande para participar de la banda, y cuando alcanzara la edad de aquel muchacho podría terminar como encargado de los platillos o de algún tambor.

    Pero parece que mis neuronas mantuvieron siempre profundas discrepancias con el pentagrama, y a los trece años, luego de reprobar las más elementales tentativas de solfeo, y sin la menor idea de lo que significa un «do sostenido» o un «re mayor», tuve que encarpetar para siempre mis aspiraciones. Ahora mi más acariciada pretensión era convertirme en espanto. Aunque parezca extraño, y aunque el nuevo proyecto tenía su cuota de tenebrosidad, era lo que ambicionaba con vehemencia. Era como un mecanismo de defensa que se activaba en mi cerebro cada noche después de escuchar a Mencha la vecina, narrar en mi casa sus terroríficas vivencias con sábanas blancas moviéndose en la oscuridad del cafetal, o sobre la viejita que pasaba frente a su casa de madrugada caminando en el aire, o la misteriosa pata de palo golpeando a media noche el piso del hospital. Así me convencí que la manera más eficaz de salir bien librado de tan espeluznantes espantajos, era convertirme en uno de su especie, porque asumí que todos los espantos eran familia y se respetaban entre sí. Pero cuando entendí que era más difícil ser espanto que ser músico, decidí probar suerte con un tercer anhelo, y sin pensarlo mucho decidí ser héroe nacional.

    Sabía que cualquier forma de heroísmo exige su cuota de sangre, pero como vivía mi etapa de adolescente avanzado, y podía echarme el mundo sobre mis espaldas, estaba dispuesto a asumir el reto que me impusiera la historia.
    Bastantes años caminé de la mano de tan sublime propósito. Hasta que desistí, cuando alguna luminaria de ésas que tan frecuentemente llegan a la Asamblea Legislativa propuso, para intentar borrar de nuestra memoria la senda de sangre derramada por nuestros héroes, convertir en jolgorio de guaro y diversión de playa la memoria de los próceres, a quienes no les tembló el pulso ni las piernas para poner a salvo nuestra soberanía.

    Así archivé para siempre mi último anhelo, recordando a Juan Santamaría, cuya gesta conmemoramos en estos días, esta vez, como muchas otras, empujada a la fuerza por estúpidas leyes, a fecha diferente. Pero aún mantengo la esperanza de que la huella de grandeza del soldado Juan enraíce en la memoria de nuestro pueblo, primero porque “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla” y segundo porque el precio de la sangre de los héroes es demasiado alto para cambiarlo alegremente por parrandas guareras y confortables veraneos.

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