viernes 26, abril 2024
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Una casa ideal para la cuarentena

Pronto dos billones de humanos estarán en cuarentena. El coronavirus nos tiene sitiados. Otras patologías derivadas acechan. En cuarentena nuestra casa es más que un simple alojamiento. Materia de reflexión y caparazón que alberga el cielo y el infierno. Detener este péndulo debe ser nuestro rumbo. La casa, como nuestro cuerpo, sufre permanentemente envites que cuestionan su supervivencia. Inundaciones, incendios, tempestades, terremotos, embrujamientos, invasiones de pulgas, arañas y cucarachas. El descuido, la indiferencia el desamor son otras plagas dañinas. Resistir a la destrucción es nuestra obligación. Según como se conciba nuestro lugar de habitación la balanza se inclinará del lado de la vida o de la derrota.

Casas-máquina y Casas-templo

La casa puede ser una “maquina a habitar” o puede ser una “casa-templo”. La primera es la concepción moderna, teorizada por el arquitecto franco-suizo Lecorbusier. La segunda visión es la de los pueblos tradicionales, en donde la casa es templo y una copia del orden del Cosmos.

Las habitaciones modernas no están concebidas para sentir o escuchar nuestro mundo interior, menos aún para acoger el mundo invisible. La casa moderna es un simple artefacto de paredes y puertas donde el ruido siempre gana la partida. La arquitectura moderna no se ha preocupado por construir espacios propicios para satisfacer las necesidades básicas del alma: el silencio, la belleza, el orden, la intimidad del escondite, la posibilidad de contemplar el alba, el crepúsculo, las estrellas, o de respirar al amanecer las ultimas partículas de noche que quedan en el aire y que los hindúes llaman el prāṇa… La arquitectura moderna construye objetos mudos y desprovistos de belleza que humillan a sus habitantes.

La casa ideal para la cuarentena en realidad no existe. Cada cual tiene que adecuarla. La casa ideal es una casa imaginada, soñada. Es la suma de todas las casas en donde hemos vivido. Es una casa en el aire como la de la canción del colombiano Rafael Escalona. Con el tiempo, las casas se vuelven una segunda piel. Cada casa que hemos habitado nos ha grabado imborrables huellas en nuestro cuerpo-palimpsesto y todas las llevamos a cuestas. La piel de cada una se superpone como las hojas de una hojaldra. La casa natal, que es la más profunda, colinda con aquella primerísima morada que fue el vientre materno. La casa natal es nuestra primera tierra firme en una isla rodeada de oscuridad. Allí fuimos arrojados y dimos los primeros pasos y, como Armstrong en la luna, empezamos a caminar por un universo desconocido.

Menos es más.

Para poner nuestra casa actual en sintonía con nuestro mundo interior y con el universo podemos empezar por expresar nuestra gratitud hacia todo lo esencial que hay en nuestro domicilio. Deshacernos de lo mercantil e inútil. Lo esencial son las cosas únicas, hechas a mano o heredadas. Nada define tanto nuestros valores como el mobiliario y nuestra alimentación. Tal como lo hacen los pueblos indígenas, podemos transformar nuestras casas en templos, imagen del Cosmos en la tierra y del cuerpo humano. El cuerpo es la imagen de la tierra-madre. La enfermedad es un desequilibrio entre el cuerpo y las leyes de la tierra y el Cosmos.  Para sanar o rectificar este desequilibrio necesitamos buscar silencio, aislamiento y quietud.

Morning Sun (1952). Pintura de Edward Hopper

Uno de los mayores hallazgos estéticos de la arquitectura gótica fue el haber descubierto que no eran las esculturas doradas o los enormes cuadros de los santos que llenaban el alma de los feligreses con el sentimiento de lo sagrado, sino el espacio vacío y la tenue luz que llegaba del cielo. Entre más espacio vacío hay en un templo, más silencio y más recogimiento. ¡Menos es más!

Hoy para sanar de nuestra fiebre, además de deshacernos de lo inútil, tendríamos que practicar un minimalismo digital. Usar la internet con la frecuencia del cepillo de dientes, tres veces al día, por ejemplo. En esta misma dirección, en estos días, el Dr Rogelio Arce nos invitaba en este diario a practicar un Zen casero.

Habitar el mundo poéticamente.

Poetizar el espacio es la invitación que nos hace el filósofo Gaston Bachelar. Poetizar nuestra casa es ordenar el espacio y el tiempo que transcurre de manera ritual. Es hacer de la casa un templo. Habitar nuestra casa y nuestro planeta con un sentimiento poético: sentir que todas las formas de vida nos conciernen (mineral, vegetal, animal, humana).

La cuarentena, como la convalecencia, nos lleva a un estado de alerta, de vulnerabilidad general. Los sentidos se exacerban. El convaleciente, dice Baudelaire, es como un niño desamparado, un niño que descubre la belleza y siente a flor de piel. ¡Huy de la que me salve! exclama el convaleciente y agradece. Tratar de estar voluntariamente en este estado de virginidad equivale a ver, tocar, escuchar, mirar, comer, beber, amar como si fuera la primera vez. Es una experiencia estética que está al alcance de todos.

Una casa-templo facilita la experiencia estética y el heroísmo cotidiano.

Pero no faltara quien se pregunte para qué Baudelaire quería que nos pusiéramos en la actitud del convaleciente. ¿Acaso qué necesidad hay de que todos seamos artistas? Una de las funciones de la experiencia estética es mostrarnos “algo” que viene del mundo invisible que nos ayuda a entender nuestro ser y su vínculo con el universo. El arte nos dice quiénes somos y nos recuerda que no somos una isla. ¡Ser o no ser! En los pueblos indígenas no hay artistas, todos escuchan voces, sueños y estrechan manos que salen del mundo invisible. Entre más claro tengamos quienes somos más libres seremos. No es poca cosa, ¿no? El mundo moderno no solo nos ha empujado a vivir en cajas de cemento sin alma, sino que nos ha quitado la posibilidad de saber quiénes somos. Saberlo es una posición política revolucionaria.

La cuarentena actual puede ser el momento para comenzar una nueva relación con nuestra casa. Adecuarla para que sea una casa-templo. Con más silencio, más presencia de las estrellas, más sentimientos auténticos y menos deseos creados por la sociedad de consumo. Más rituales que ordenen la vida cotidiana. Ahí, quizás podamos comenzar a entender mejor quiénes somos, cuál es nuestra misión, cómo comprometernos más intensamente con las fuerzas de la vida. Aceptar y cumplir este compromiso es heroísmo.  Es servir de bastón al débil, cumplir con nuestro deber profesional, social y familiar. “Cada uno es un mesías para el otro” escribe el poeta afgano Rumî.

(*) Enrique Uribe Carreño es profesor en la Universidad de Estrasburgo, Francia.

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