Un punto clave en la lucha contra el filibusterismo esclavista
Cuando uno lee acerca de los hechos bélicos en el río San Juan durante la Campaña Nacional de 1856-1857, se percata de la importancia determinante que tuvo la batalla de La Trinidad en la derrota de las fuerzas filibusteras comandadas por el esclavista William Walker. Es cierto que dicha batalla ocurrió el 22 de diciembre de 1856 y que Walker no se rindió sino poco más de cuatro meses después, pero ella marcó el principio del fin de Walker, pues antes el río estaba en manos suyas.
Por ahí navegaban a placer los vapores de la Compañía Accesoria del Tránsito —incautados al magnate Cornelius Vanderbilt—, que transportaban soldados, armamento y vituallas desde San Juan del Norte, en el Caribe, hasta el cuartel de Walker en Granada. Por eso, si se quería derrotar y expulsar de Centro América a las huestes filibusteras, había que despojarlas de su principal vía de suministros.
No obstante, conviene aclarar que en La Trinidad hubo dos batallas más, como se verá después.
En realidad, en la primera etapa de la Campaña Nacional no se le dio tanta importancia al río San Juan, a pesar de que Walker tenía en su poder San Juan del Norte, La Trinidad, Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Esto fue así porque se esperaba que él invadiría el país por Puntarenas o Guanacaste, como en realidad ocurrió, y eso explica que hacia allá se enviara a nuestros batallones de combatientes. Sin embargo, se temía que, mientras eso ocurría, un poderoso contingente filibustero podría ingresar a nuestro territorio por el río Sarapiquí, avanzar por la trocha de montaña que había entonces, y tomar las cabeceras de Alajuela, Heredia y San José, que estaban poco protegidas.
Por ello, previsor, el presidente don Juan Rafael (Juanito) Mora Porras ordenó que una tropa de unos 100 combatientes estuviera alerta. Dicho contingente lo conformaron sendos destacamentos de 25 hombres, quienes ya residían en Muelle y Cariblanco —pues custodiaban nuestra frontera para evitar el contrabando—, a los que se sumaron unos 50 alajuelenses, que conocían bien las espesuras de Sarapiquí. Enterados los filibusteros de que este grupo estaba en la boca del río Sardinal, lo atacaron en la mañana del 10 de abril pero, tras una refriega de poco menos de una hora, se les venció, con un saldo de apenas tres muertos y siete heridos en nuestras filas, mientras que en su bando cuatro individuos murieron en tierra y poco más de 25 ahogados en las aguas del Sarapiquí. Es decir, al igual que en Santa Rosa el 20 de marzo anterior, se les expulsó del territorio nacional.
Ahora bien, la segunda etapa de la Campaña Nacional era ineludible pues, aunque el país no se reponía aún de la devastadora epidemia del cólera, Walker se había proclamado presidente de Nicaragua —a pesar de su derrota en la batalla del 11 de abril en Rivas— y seguía recibiendo reclutas, abastos y armamento. Es decir, estaba más fuerte que nunca, por lo que resultaba imprescindible ir a combatirlo. Y esta vez, con el involucramiento de los ejércitos de los demás países centroamericanos, sería posible enfrentarlo en tierra, mientras que nuestro ejército trataría de desalojarlo de sus posiciones en el río San Juan. Esta última misión fue encomendada a dos columnas, una de vanguardia y otra de retaguardia, al mando del sargento mayor Máximo Blanco Rodríguez y el general José Joaquín Mora Porras, respectivamente, quienes se desplazarían hacia el San Juan en diferentes fechas.
Según la estrategia previamente concebida, había que tomar primero La Trinidad, que era el único bastión filibustero que estaba en la ribera derecha del San Juan, es decir, en territorio nacional. Y aunque era más sencillo atacarla desde el río Sarapiquí, esto habría sido suicida pues —como sucedió en Sardinal—, nuestras columnas hubieran sido detectadas con facilidad. Fue por ello que, aunque la región de San Carlos era hasta entonces un territorio bastante desconocido, se decidió viajar por tierra hasta Muelle, y desde ahí navegar por el río San Carlos para ingresar al San Juan.
Así lo hicieron, bajo incesantes y torrenciales aguaceros, por un río de grandes y peligrosas crecidas. Fueron muchos los avatares y vicisitudes, suficientes para desanimar a cualquiera, pero estaban en juego la libertad y la soberanía nacional, y eso no se negociaba. Por eso, en balsas y canoas hechizas, nuestros combatientes se lanzaron aguas abajo, en pos de su objetivo.
Dilataron varios días, siempre bajo la lluvia, hasta que, por fin, pudieron estacionarse cerca de la boca del río Colpachí, a unos cinco kilómetros de La Trinidad, al atardecer del 21 de diciembre. Pernoctaron apretujados en sus embarcaciones, hambrientos, ateridos debido a su ropa empapada. En palabras de Blanco, «¡Qué noche! Bajo una nube de zancudos horrorosa y sin poder nadie moverse del lugar que ocupaba, y sin haber pasado un bocado desde la mañana». En la mañana del día 22, se internaron en la montaña a hacer fogatas para secar los fusiles y las municiones, que estaban tan empapadas como ellos. Hecho esto, a media mañana, después de avanzar por terrenos anegados, donde cundían arbustos espinosos, por fin se alcanzó la punta de La Trinidad.
Por fortuna, los filibusteros ahí acantonados no tuvieron tiempo de reaccionar ante el sorpresivo ataque. A pesar de su debilidad física, formados en cuatro columnas nuestros 30 combatientes entraron a trote, mientras disparaban sus fusiles, de los cuales apenas cinco percutieron. Cuando, incrédulos ante lo que presenciaban, los enemigos reaccionaron y trataron de tomar sus posiciones, una de sus trincheras ya estaba en manos nuestras, y cuando desde otra trinchera un filibustero se aprestaba para accionar su cañón, con gran velocidad y agilidad corrió hacia ahí el temerario cabo barveño Nicolás Aguilar Murillo —de tan solo 22 años de edad—, y lo levantó con su bayoneta. De fulminante que fue el ataque, bastaron 40 minutos para que más de 60 enemigos sucumbieran, debido a las bayonetas especialmente, o ahogados cuando trataron de huir; tan solo seis se salvaron, y después llegarían a San Juan del Norte. Por el contrario, en nuestras filas hubo apenas dos heridos.
Con este inobjetable triunfo se había logrado mucho, aunque en realidad no se había conseguido nada, pues este era apenas el inicio de la estrategia prevista, basada en la captura de los vapores filibusteros. Afortunadamente, Blanco contaba con la asesoría del estadounidense Sylvanus Spencer, quien —por haber trabajado para Vanderbilt— era un gran conocedor del río y de las rutinas de los vapores, así como de las claves con las que sus capitanes se comunicaban con los puestos en tierra.
Por tanto, a pesar de la tensión y la extenuación, había que actuar de inmediato para confiscar los vapores que fondeaban en San Juan del Norte. A pesar de los peligros asociados con el río tan crecido y la total ausencia de luz, Blanco y una tropa navegaron hacia ese puerto en sus endebles balsas. Tales fueron su eficacia y sagacidad que, al amanecer y sin disparar un solo tiro, ya habían incautado los vapores Wheeler, Morgan, Bulwer y Machuca. Con ellos ya sería posible remontar las aguas del San Juan, para intentar ganar posiciones a lo largo del río. En los días sucesivos, a estos vapores se sumarían el Scott, el Ogden, el Virgen y el San Carlos, además de que fue posible tomar el Castillo Viejo y el fuerte San Carlos —a la entrada del lago de Nicaragua— también sin un solo disparo y con gran astucia de Blanco, a quien pronto se le unió el general Mora con la columna de retaguardia.
Fue así como pocos días después, el 3 de enero de 1857, Mora anunciaba la toma completa del río San Juan mediante una vibrante y memorable proclama, que se iniciaba así: «Centroamericanos: El venero que daba la vida a la siempre renaciente hidra del filibusterismo está cortado. Todos los vapores de que se servía el bandido Walker, y los puertos militares del río San Juan, están en mi poder y bajo la custodia de los soldados costarricenses. No temáis ya que nuevas hordas de asesinos vengan a turbar vuestra tranquilidad por este lado».
Sin embargo, obstinado e implacable como era, Walker no se iba a dejar vencer ni ver fenecer así sus anhelos de conquistar las cinco repúblicas centroamericanas. Por tanto, como era de esperar, pronto recurrió a sus munificentes aliados, sobre todo en los estados esclavistas sureños de EE.UU. Y fue así como, semanas después, fondeaba el Texas, un buque artillado con ocho poderosos cañones, comandado por el coronel Henry Titus y tripulado por 300 soldados; a él se le sumó el Rescue, un viejo vapor que los filibusteros habían reparado en San Juan del Norte.
Para entonces, en contraste con la fortaleza del Castillo Viejo y el fuerte San Carlos, donde nuestros combatientes estaban protegidos por muy sólidas fortificaciones, en La Trinidad lo que había tan solo unas casuchas o ranchos. Ahí permanecían Blanco y su tropa, malcomida y enferma, atisbando cualquier posible movimiento del enemigo.
Pronto, esta dejó de ser una posibilidad para convertirse en una cruda realidad. En efecto, el contraataque sobrevino, pero en tres días diferentes. La primera tentativa filibustera ocurrió el viernes 6 y la siguiente el domingo 8 de febrero, pero fueron breves escaramuzas, para ir tanteando cómo provocar mayor daño a los nuestros. Y, ya conocido esto, llegó el ominoso viernes 13 de febrero, cuando, apostados frente a La Trinidad el temible Texas y el Rescue, empezaron su lluvia de balas y cañonazos, mientras que desde territorio nicaragüense un contingente de filibusteros también disparaba. Fueron trece horas de fuego recio, que dejaron el campamento destrozado a cañonazos.
Dada la imposibilidad de sostener ese bastión militar, Blanco ordenó el retiro de la tropa y reculó hacia Muelle, desde donde de inmediato envió sendos mensajes a don Juanito y al ministro de Guerra, el coronel Rafael Escalante Nava. En ellos narraba los acontecimientos, además de que se disculpaba y manifestaba su disposición de afrontar las consecuencias de tan seria decisión. Sin embargo, dos días después recibía la respuesta de don Juanito, quien le expresaba que «Todo es de mi aprobación. Usted ha actuado conforme lo demandaban las circunstancias. Nada ha perdido usted de la misma opinión que siempre me ha merecido». Bien informado como estaba, agregaba don Juanito que «desde que supe lo indefenso del punto [La Trinidad] por su mala situación, esperé que no podríamos defenderlo contra fuerzas superiores». Con este hecho concluyó la segunda batalla de La Trinidad, de saldo trágico, aunque en realidad hubo apenas siete muertos y once heridos, dos de ellos graves; éstos quizás murieron después, pues en el campamento ni siquiera se contaba con un médico.
Ahora bien, fortalecidos con este triunfo, los navíos Texas y Rescue se desplazaron aguas arriba, y el lunes 16 atacaban sin piedad el Castillo Viejo, seguros de que poco después retomarían el fuerte de San Carlos, y así el río estaría de nuevo en su poder. Fueron tres días sumamente difíciles, de gran incertidumbre y tensión. No obstante, cuando nuestros combatientes parecían derrotados, la astucia del capitán Faustino Montes de Oca Gamero y el coronel inglés George Cauty permitió dar un giro imprevisto a la situación y, más bien, con gran determinación se pudo vencer al enemigo.
No obstante, los buques filibusteros no se dieron por derrotados. Por el contrario, permanecieron unas dos semanas en el islote Petrona, frente a la boca del río San Carlos, para replantear la estrategia, esperar más reclutas y contraatacar; para entonces tenían un vapor más, el Scott, que habían recuperado en la confrontación previa. Hasta que llegó el día definitorio para ellos, que fue el jueves 2 de abril, y atacaron mediante 400 soldados que desembarcaron en las inmediaciones del Castillo Viejo. Sin embargo, en otra batalla memorable, parapetados en tan inexpugnable fortaleza, nuestras fuerzas pusieron en desbandada a todo ese batallón filibustero.
¡Tan matones y envalentonados que llegaron, y al final les dio canillera! Temerosos y desmoralizados, había que huir a como se pudiera, y muchos ni siquiera esperaron que los vapores los recogieran, sino que se hicieron al agua en algunas balsas ahí presentes. Esto lo reconocería después el propio Walker, al expresar que: «Aquella muchedumbre poseída de pánico se creía perseguida de cerca por los costarricenses, y la desesperación de salvarse que cada cual tenía aumentaba el miedo de los demás».
En esa estampida fluvial, los vapores huyeron aguas abajo, hacia San Juan del Norte, pero con tan mala fortuna que, cuando el Scott navegaba cerca de La Trinidad, su caldera explotó, como resultado de lo cual murieron unos 30 soldados y otros 80 quedaron seriamente quemados.
En fin…, la derrota filibustera estaba consumada. Solo faltaba darles el golpe de gracia en San Juan del Norte, su centro de operaciones. Esta delicada misión le fue asignada al valiente y audaz inglés Cauty, quien además hablaba inglés y podría negociar la rendición del enemigo.
El jueves 9 de abril zarpó hacia allá con una tropa. Y, como resultaba ineludible pasar frente a la guarnición enemiga que había en La Trinidad, era necesario actuar con sumo cuidado. No obstante, en medio de la debacle filibustera, al aproximarse se percataron de que allí había apenas cinco mercenarios, que habían desertado y que se entretenían haciendo tiro al blanco. Hubo una breve escaramuza, de la cual resultó uno muerto, otro herido y prisioneros los otros tres. Fugaz como lo fue, esta corresponde a la tercera batalla de La Trinidad.
Ahora bien, al arribar Cauty a San Juan del Norte, pudo presenciar lo que suponían los altos mandos de nuestro ejército: que los filibusteros ya no querían pelear más, sino retornar a EE.UU. Por ello, el lunes 13 se firmó un acuerdo para repatriarlos, y pocos días después partían 350 de ellos a bordo de los vapores Tartar y Cossack. Walker ignoraba todo esto y, cuando lo supo, entendió que su suerte también estaba echada, pues sin el río San Juan en su poder, era imposible mantenerse en tierra firme. Dio sus últimas batallas, hasta que el desaliento y el hambre de sus tropas, totalmente cercadas y asfixiadas en la ciudad de Rivas, lo llevaron a capitular el 1° de mayo de 1857.
Llamados «soldiers of fortune» en inglés, y mercenarios en español, estos individuos habían creído en las promesas de su mesiánico líder, quien deseaba acabar con nuestra raza mestiza, a la vez que les había ofrecido abundantes tierras y capitales fáciles. Bien los había descrito don Juanito como una «gavilla de advenedizos, escoria de todos los pueblos», y hasta nuestro obispo Anselmo Llorente y Lafuente los calificó como «una banda de forajidos, heces corrompidas de otras naciones». Don Juanito también les llamó «aventureros apóstatas de su patria», aunque en realidad tal vez nunca habían renegado de ella, sino que simplemente eran apátridas, es decir, gente sin raíces afectivas por su tierra natal, por su terruño materno.
Esto permite entender que no titubearon en huir cuando la situación se les tornó realmente difícil, y percibieron que sus vidas estaban en peligro. Por el contrario, en los miembros de nuestro aguerrido ejército lo que había era corazones henchidos de fervor patrio —algo muy extraño a los filibusteros—, que palpitaban al llamado de la libertad y de la historia.
A pesar de tantas adversidades y contingencias, supieron responder cuando la amada patria demandó con mayor necesidad y urgencia sus esfuerzos y sacrificios. Y eso explica que hoy, casi 166 años después de su imperecedera hazaña, los estemos evocando con inmenso respeto y profunda gratitud desde esta esquina ribereña que, como en aquel entonces, pertenece a Costa Rica. Sí, a Costa Rica.
(*) Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)